Tardé muchos años en asimilar el humor de mi familia gallega. No sólo por insólito, o surrealista, sino porque se desataba en el momento más inesperado del día. Me preguntaba si su hilaridad respondía a un virus celta, o una peculiaridad de aquella hermandad de chalados rubicundos, con el cuchillo sajando el lacón mientras se contorsionaban de risa. A veces, la historia ni siquiera tenía gracia. Me costó comprender que el misterio residía, por asombroso que resulte, en la reiteración y estiramiento de la anécdota hasta extremos delirantes. Quiero decir que alguien entraba en la cocina, contaba algo que había oído sobre una tercera persona y de repente, tras un silencio religioso, empezaban las carcajadas. Como dije, el asunto podía ser tan simple como que un vecino había probado una motocicleta nueva y no había parado de dar vueltas por los alrededores del pueblo. Risas feroces. Tú los mirabas anonadado, sin entender la causa, como el testigo de un incidente fortuito y banal. Volvía a la carga el narrador, para referir exactamente lo mismo (“iba con la moto dando vueltas, ja, ja”) y todos seguían desternillándose, algunos con el pan y el lacón dentro de la boca, casi a punto de ahogarse. Entonces, sutilmente, la historia se enriquecía un poco más, apenas con una frase, que provocaba un estrépito común, una salva de carcajadas, un manantial de risas sinuosas: “Es que no debía saber frenarla”, añadía otro y en la cocina era ya todo un temblor unánime, fastuoso, con palmadas en la frente y puñetazos en la mesa; “¡dio vueltas hasta que se le acabó la gasolina!”, aportaba un tercero y al poco alguien añadía que: “había recorrido la provincia en moto sin poder bajarse”, y en ese momento, justo en ese momento, te imaginabas por primera vez al pobre diablo montado en su vespino, recorriendo millas sin lograr detenerse, saludando a los labradores que se cruzaba en las parroquias (“¡fue hasta Lugo y regresó!”, exclamaba uno nuevo), con su cara enrojecida por el viento, aferrado al manillar desesperadamente, desamparadamente, ofuscado y extraviado por pistas forestales al anochecer, porque a aquellas alturas la historia ya lo situaba camino de Finisterre, perdido entre robles milenarios, perseguido tal vez por una manada de lobos, el culo prieto en un sillín que se había convertido en un potro de tortura. En ese momento tu risa, igual de absurda, formaba parte del coro que resonaba en la casa. Ya no importaba que todo fuera una ficción delirante, que en realidad el vecino, a esas horas, durmiese plácidamente en su cama con la moto a salvo y que tus tías y tíos, envueltos en un manto de suspiros y lágrimas, siguieran proyectando la historia hacia un final interminable.
Porque al día siguiente, y durante semanas, y en ocasiones meses, la historia seguiría invocándose inopinadamente, bajo cualquier pretexto, con el vecino eternamente subido a su moto, como un centauro trepidante y alucinado, saludando a las viejas que se asomaban a las ventanas, a los niños que salían de las escuelas y, entre una fila de castaños, bajo la sombra de un cruceiro, al mismísimo Obispo de Mondoñedo camino de su iglesia.
Porque al día siguiente, y durante semanas, y en ocasiones meses, la historia seguiría invocándose inopinadamente, bajo cualquier pretexto, con el vecino eternamente subido a su moto, como un centauro trepidante y alucinado, saludando a las viejas que se asomaban a las ventanas, a los niños que salían de las escuelas y, entre una fila de castaños, bajo la sombra de un cruceiro, al mismísimo Obispo de Mondoñedo camino de su iglesia.
Será porque soy medio gallega, pero era leerlo y vivirlo a la vez.
ResponderEliminarSaludos.
Deberían declarar este blog de interés general. Excelente de nuevo, Miguel.
ResponderEliminarSaludos a ambos y gracias, qué carallo, moitas gracias
ResponderEliminarQue gracioso!, Es tal cual lo cuentas.
ResponderEliminarClaro tienes que ser gallego para entender
este humor tan peculiar que tenemos.
Biquiños curmán