sábado, 3 de abril de 2010

Carreteras secundarias

A menudo, cuando estoy dentro del coche, me veo a mí mismo descendiendo con un bate de béisbol y aporreando la carrocería del imbécil que ha estado a punto de atropellar a un cojo en un paso de cebra, y si encima el tipo que conduce es un gilipollas que lleva las gafas de sol en la frente y las ventanillas bajadas con la música zumbando, extiendo mi agresión a su cráneo y sus rodillas, que oigo crujir póstumamente, mientras la novia que le acompaña, que lleva las uñas verdes y masca chicle desenfrenadamente, lanza gritos histéricos calle abajo. A veces se trata de un cincuentón con un coche imponente, pitando impaciente junto a un semáforo, al que le estrujo la cabeza contra el salpicadero, o le obligo a masticar con sus muelas de oro el símbolo del mercedes que luce en el capó.
Imagino esas cosas con una ira sorda, volcánica, que no me impide visualizar con calma la secuencia de los golpes. Si tengo tiempo o hay atasco, me veo convertido en un hampón de una película de Tarantino, con un colt colgado de la mano y diciéndole al chorra de turno, después de entrar tranquilamente en su auto, que nos vamos a dar una vuelta juntos. El viaje puede ser largo, tanto como la iniquidad del conductor, por lo que nos podemos pasar horas recorriendo carreteras secundarias, o autopistas vacías, rodeadas de páramos y polígonos industriales. Siempre acabamos, no obstante, llegando a un lugar agreste, y allí, tras soltarle un concienzudo y minucioso discurso cívico sobre la importancia de no comportarse como un majadero al volante, le pido que salga fuera, le conmino a quedarse en calzoncillos (y sin zapatos: esto es realmente esencial) y como desenlace del drama lo dejo tirado en medio de un monte lleno de abrojos y cambroneras. Si sopla un viento gélido la escena adquiere un matiz más vistoso, y en ocasiones me quedo fumando un cigarrillo mientras le explico a mi víctima que no hay una casa en cien kilómetros a la redonda y que en un par de horas alcanzaré una barranca áspera y profunda donde arrojaré sin contemplaciones su flamante todoterreno. Sus caras son un poema, porque estas cosas, además, suceden cuando está a punto de morir el día.
Pienso estas cosas en el interior del coche, digo, porque es el lugar que me permite ser testigo asiduo de innumerables abusos y tropelías, de un modo constante, gremial y turbador, como si la especie humana hubiese nacido, no para escribir versos, plantar frutales o amarse bajo la luna, sino para meterse dentro de una caja con ruedas y hacer el subnormal con una insolencia abrumadora.
Oigo el frenazo matutino frente al paso de cebra que tengo junto al lugar donde trabajo y cuento los días que pasarán hasta que un bastardo se lleve por delante a un peatón que seguramente viajó en su juventud sobre yeguas tordas o blancas.

4 comentarios:

  1. por cierto, las carreteras del sur de Italia no pueden caerle bien. Espero al dia en el que a los niños se les contarà que, cuando seràn mayores, los coches no existirán más, en vez de volar.

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  2. Saludos, Matteo, espero que lo pasaras bien por aquí: se te echó de menos.

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  3. Lo pasé muy bien, la verdad. muchas gracias a vosotros, os espero en venecia. ah, las morcillas estàn en el congelador, espero no caer en tentaciòn.

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  4. Y sin embargo, recién regresado de Marrakech, la conducción en Madrid me parece, ahora, moderadamente descerebrada. Allí, cruzar una calle es como jugar a la ruleta rusa. No me extraña que sean fanáticamente creyentes. Yo mismo me arrodillaba y enfilaba mi rostro hacia la Meca cada vez que lograba alcanzar la acera de enfrente.

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